El cielo de Aldaia, Valencia, parecía un cuadro desgarrado por un dios encolerizado. Era la Noche de Pánico; la DANA del 29 de octubre, inexorable, acechaba. Tras una madrugada de “normalidad” engañosa, los corazones latían al ritmo del aviso rojo que anunciaba hasta 180 litros por metro cuadrado. Las barreras recientemente levantadas en el barranco de la Saleta se erguían como frágiles promesas ante el abismo, mientras la esperanza se aferraba a la posibilidad de que el litoral resistiera.

Lejos, la tragedia ya había golpeado a Amposta, donde el alcalde se preparaba para solicitar la declaración de “zona catastrófica”. La provincia contuvo el aliento; cada gota que caía era un redoble de tambor. Un mundo ajeno se desplegaba, indiferente a su sufrimiento: modelos en Milán con la ligereza de Diesel, protestas por el aborto en São Paulo, tensiones en Cisjordania. Pero aquí, solo existía la espera, tensa y novelesca, bajo la promesa inquebrantable de la medianoche.



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